martes, 19 de marzo de 2013

Acciones de guerra: Los cruentos abordajes, 1ª parte






Desde los más remotos tiempos, el abordaje solía ser el medio decisivo para obtener la victoria en una batalla naval. Solo cuando la artillería embarcada fue lo suficientemente precisa y potente como para mantener los buques enemigos bien alejados, se decidieron estas batallas a base de hundir el mayor número posible de naves enemigas. Como el tema es muy amplio, ya que nos tendríamos que remontar a siglos y siglos para dar cuenta de cada táctica según el momento histórico, nos centraremos en la época en que las armadas de las grandes potencias occidentales no paraban de darse estopa por los mares del mundo, o sea, durante los siglos XVII y XVIII y comienzos del XIX. Al grano pues...



Como supongo sabrán todos los que me leen, el abordaje no era otra cosa que adosar el costado de un navío contra otro de forma que, en la práctica, las tripulaciones combatían como si se tratara de una batalla terrestre si bien con la salvedad de las limitaciones de espacio. Hablamos de cientos de hombres enzarzados en un feroz cuerpo a cuerpo en el escaso espacio que quedaba libre en la cubierta, lo que convertía la lucha en una despiadada masacre porque allí no era posible huir. Solo había dos opciones: pelear hasta vencer o morir, o la rendición. Y la cosa es que en más ocasiones de las que solemos imaginar se optaba por la primera opción. Los estrictos códigos de honor de la oficialidad sumados a la posibilidad de ser juzgado por un consejo de guerra por no haber hecho frente al enemigo con la debida firmeza o rendirse antes de lo que el honor permitía, hacía que los mandos empujaran al combate a sus hombres a costa de lo que fuera. Por otro lado tenemos a una marinería que, ávida de dinero fácil, preferían luchar como demonios ante la posibilidad de capturar un buen botín. Y, naturalmente, el invencible miedo que solían inspirarles sus oficiales, que no dudaban en volarle los sesos o mandar ahorcar a todo aquel que diera la espalda al enemigo.  Por último, la nada atractiva perspectiva de caer preso y verse encerrado en el sollado durante semanas hasta tocar puerto hacían preferible el morir en combate que permanecer encerrado comiendo bazofia  medio podrida y contrayendo escorbuto o fiebres.



El Real Carlos, de 112 cañones, botado
en 1787
Más de uno se preguntará que por qué en una época en que los buques de guerra iban literalmente erizados de cañones no optaban por hundirse mútuamente, que era más fácil. La respuesta está en la captura del botín mencionada más arriba y en las primas que cobraban los capitanes por hacerse con naves enemigas que, salvo que estuvieran muy maltrechas, pasaban a servir en la armada propia. Por otro lado, el abordaje era una forma viable de apoderarse de un navío cuando éste iba mejor artillado que el propio. Como las probabilidades de ser hundido estaban en contra de uno, mejor intentar abordarlo aún disponiendo de menos hombres y jugársela. Incluso en más de una ocasión se intentaba apoderarse de naves enemigas abordándolas por sorpresa con botes o chalupas.





Cofa de uno de los palos de
un navío de línea
Pero previamente al abordaje se intentaba ablandar al enemigo. Por un lado, la infantería de marina se instalaba en las cofas y abría fuego contra el navío adversario. Al fuego de fusilería habría que añadir el lanzamiento de granadas de mano. Cuantas más bajas causaran menor número de enemigos los estarían esperando en el momento decisivo. Así mismo, los cañones de pivote instalados en las bordas disparaban metralla que barrían las cubiertas y causaban gran mortandad. Finalmente, la artillería emplazada en los puentes realizaba sus últimas salvas prácticamente a bocajarro, causando también numerosas entre los artilleros que, una vez iniciado el abordaje, subirían a cubierta para combatir. Como se puede suponer, las tripulaciones de ambas naves hacían exactamente lo mismo, por lo que los minutos previos al abordaje ya eran de por sí bastante desagradables.



En la ilustración de la derecha tenemos el tipo de cañón de pivote más primitivo: el falconete. Como vemos, va fijado a la borda mediante una horquilla provista de un vástago que le permite girar en cualquier dirección. En el detalle podemos estudiar sus diferentes partes. Estos pequeños cañones, de entre 5 y 7 cm. de calibre, eran mucho más letales de lo que su apariencia pueda sugerir. Durante la aproximación al navío enemigo podían disparar balas enramadas para desarbolarlo o inutilizar las jarcias. También disparaban balas rojas, o sea, pelotas macizas puestas al rojo vivo en un hornillo que eran capaces de desencadenar incendios. Cuando llegaba el momento de hostigar las cubiertas se cargaban con metralla a base de lascas de pedernal (cortaban como navajas barberas), cabezas de clavos y estoperoles (cabezas de clavo en forma piramidal). Como se ve en la ilustración, la carga de pólvora va contenida en una alcuza que era fijada mediante una cuña de hierro. Esto permitía una velocidad de recarga mucho mayor ya que cada pieza podía disponer de más de una alcuza con la carga dispuesta.



Posteriormente, los falconetes quedaron obsoletos y fueron sustituidos por piezas fundidas en bronce que, aparte de ser más fiables, no acusaban el agresivo ambiente salino del medio en que eran usados. A la izquierda tenemos uno de ellos el cual, como vemos, es de dimensiones similares al falconete. Aunque estas piezas carecían del sistema de retrocarga de ese tipo de cañón y, por ende, su recarga era más lenta, el estar fabricados en una sola pieza de fundición permitía unas cargas más potentes. Los efectos de estos cañones en las tripulaciones enemigas eran simplemente devastadores porque, además, eran disparados contra ellos prácticamente a quemarropa.





Se usaban incluso trabucos de borda como los de la foto de la derecha. Eran similares a los convencionales pero de mayor calibre y mucho más pesados. Una de estas armas alcanzaba sin problema los 25 kg. e incluso más, lo que las convertía en inservibles para ser usadas como un arma personal. Podían cargarse con una bala o, mucho mejor aún, con postas de plomo. Un disparo a una distancia adecuada podía matar o malherir a varios hombres. Recordemos que, precisamente por el poco espacio disponible, las tripulaciones se veían obligadas a estar apiñadas, lo que hacía que este tipo de armas fuese especialmente efectiva y por cada disparo que realizaban podían contabilizar varias bajas.




Finalmente, a la izquierda podemos ver las granadas de mano. Eran simples pelotas de hierro colado cuyo interior se llenaba de pólvora. El orificio de llenado se cerraba con un tapón de madera en el cual iba la mecha. Al estallar, la bola se partía en fragmentos que actuaban como metralla y la deflagración podía incluso provocar un incendio. En el centro tenemos un tipo de granada similar, pero con el cuerpo fabricado de vidrio. Dicho cuerpo, de paredes muy gruesas, se convertía en una miríada de fragmentos afiladísimos cuando la granada explotaba. Por último, el la foto de la derecha tenemos una granada con la mecha ya prendida y a punto de ser lanzada. Estas granadas no solo eran lanzadas sobre las cubiertas, sino a través de las escotillas para causar bajas entre el personal que aún permaneciera en los puentes inferiores. 

Bien, lo que acabamos de leer eran los preliminares de un abordaje. Cuando la nave enemiga estaba prácticamente adosada se lanzaban garfios y anclotes para terminar de unir ambos costados e impedir que la nave propia se separase. Era el momento decisivo: mientras los tiradores hostigaban con disparos y granadas de mano el buque enemigo y los cañones de pivote hacían carne, la tripulación se abalanzaba contra la borda de la nave adversaria y comenzaba una verdadera escabechina en la que los protagonistas eran los chuzos, hachas, dagas, pistolas y bayonetas del personal. Pero eso lo dejamos para la siguiente entrada, que es la hora de la sacrosanta siesta. Así pues:

hale, he dicho


Continuación de la entrada pinchando aquí


Nelson (Dios lo maldiga) cae herido de muerte en la cubierta del Victory como consecuencia de
un disparo realizado desde una cofa del navío francés Redoutable.

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